2 de noviembre de 2012

SOBRE "LE PETIT PRINCE"

     Le he dado muchas vueltas a este colofón parisino, a este final francés. Dudaba entre terminar a la usanza, con versos incluidos, o ser más aleccionador y crítico. Pero al final, en el momento menos esperado, bien temprano, a bordo de un automóvil y conversando con mis tres compañeros de viaje, ha surgido la luz, y aquí se la traigo, radiante como la primavera que nos invade.
     Cuando he de hablar de un libro como este, tan leído, tan idolatrado, tan consagrado, acostumbro a pensar mis palabras, no sea que alguno sienta herido su ego lector y sufra el arrebato de retorcerme el pescuezo…
     A tenor de las lecturas escolares, decían los de esta mañana (ninguno de ellos maestro, aviso…) que los libros de ahora, unos efímeros, otros inadecuados, no son como los de antes, sempervirentes y de exquisita redondez. Y ponían como ejemplo la obra que trato hoy, El principito de Antoine de Saint-Exupéry. Y hablaban de cómo su texto tenía la capacidad de adaptarse a las edades del hombre, de sus variados niveles de lectura, de cómo las acuarelas del autor seguían vivas tras tantos años…
     Les seré sincero: yo soy de esos que han leído El principito a una edad tardía. Y como cualquier hijo de vecino, he tenido mis razones para no hacerlo antes. Veamos…: en mi niñez prefería títulos con argumentos más dinámicos, con buenas dosis de aventura, o si no era así, exóticos al menos, por lo que la ñoñería y parsimonia de ese niño caído de un planeta con nombre de ecuación matemática no me sugerían ni un ápice de curiosidad, mucho menos después de intentar ver la versión cinematográfica de Stanley Donen: horrible (todavía hoy lo sigo pensando). Hasta que llegó un día, el día adecuado. Y lo leí. Y me atrapó… Como ya saben, cuando caes en las garras de un libro especial, te devora una extraña quemazón. Y te envenena.
     Conozco a mucha gente a la que no agrada este príncipe que arrancaba baobabs (costumbre que me pareció insolidaria y fea de solemnidad desde que leí que este árbol, debido a su soberbia y vanidad, fue condenado por los dioses a esconder su corazón en la tierra y mostrar eternamente sus raíces) y hablaba con zorros, pero quizá, conforme pasen los años, opten por la quietud, por la calma, y se endulcen como la fruta con libros como este, para dejar de ser viejos, para dejar de ser niños.   
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