Como en otra historia universal de la infamia, desde hace tres
décadas, a partir de 1982, acompañando el otoño boreal, un grupo de
libreros y editores norteamericanos decidió empujar la venta de
textos muy disímiles bajo el acotado cartel de una “Banned Book
Week”. En este 2012, la “semana del libro prohibido” está programada
para realizarse entre el 30 de septiembre y el 6 de octubre.
Independientemente de la apuesta comercial que ya lleva tantos años, el
itinerario de lecturas que mediante ella recrearon estas empresas
junto a la Biblioteca del Congreso de Washington D.C. merece un
seguimiento.
Pueden verse en librerías de las grandes ciudades
de Estados Unidos libros que a lo largo de siglos la historia le había
condenado a la literatura. Bajo una consigna que celebra la
libertad de leer, en la semana especial de ediciones anteriores se
han presentado algunos textos que a continuación mencionaremos.
Es
evidente que, siendo fundamentales algunos, no dejan de ser, al
mismo tiempo, tan sólo ejemplos del atropello que el poder
indiscriminado ha ejercido siempre y en cualquier latitud, sea éste
encarnado por un individuo en una coyuntura minúscula, por una
institución o por un Estado. Se trata, no obstante, de censuras de muy
diferente índole (distinta procedencia y desigual espesor), a
veces incluso colindantes con lo irrisorio, como la que cayó sobre A Light in the Attic (Una luz en el ático) de Shel Silverstein, aunque no por ello, desde ya, menos significativas en cuanto censuras.
La
censura suele tener aliados: la mafia, la impunidad, la mezquindad, la
condición mediocre, la cobardía, la ignorancia –la cual, como quedó
demostrado con muchas de las prohibiciones de la última dictadura
militar argentina, suele acarrear el ridículo. (Esos señores llegaron a
eliminar, por ejemplo, obras como La cuba electrolítica, por confundir la ciencia con el comunismo castrista.)
Las
prohibiciones reconstruibles y los libros ofrecidos bajo el sponsor de
la Asociación Norteamericana de Libreros (American Booksellers
Association) guardan más actualidad de la que desearía imaginarse.
Catálogo de censuras
Si a propósito de Los viajes de Gulliver,
de Jonathan Swift, un lector de su época había declarado que no creía
en una sola palabra del libro, con lo cual se ponía en juego
erróneamente el valor de verdad de la ficción, otros valores éticos
entraron en la denuncia de vil y obsceno que tuvo que soportar en
Irlanda, en 1726, recién aparecido.
En español, nuestro clásico Don Quijote
de Cervantes fue prohibido en Madrid por una sentencia de la novela en
la que se dice que los actos de caridad realizados negligentemente
carecen de mérito.
Las aventuras de Sherlock Holmes,
de sir Arthur Conan Doyle, fueron prohibidas a causa de sus
referencias al ocultismo y el espiritismo. Esto ocurrió en la URSS en
1929.
Sin novedad en el frente, la exitosa
novela de Erich Maria Remarque, fue vetada en Alemania y en Italia por
contener propaganda antibélica, en 1933. Antes, en 1929, los
ejércitos austríaco y checo ya habían proscripto su lectura y en el
mismo año otra prohibición la marcó en Boston (Massachussetts) por
obscenidad.
Alicia en el país de las maravillas,
de Lewis Carroll, fue prohibido en la China de 1931 con la razón de
que “los animales no podrían usar lenguaje humano, y es desastroso
poner animales y seres humanos al mismo nivel”.
Por quién doblan las campanas,
la tan difundida novela de Ernest Hemingway, de la que sólo en el
primer año (1940) se vendieron 270 mil ejemplares y que fue aún más
conocida por su versión cinematográfica, desencadenó más de un
problema. Si desde el título –que es una cita de John Donne– la
libertad estaba en juego, once editores turcos fueron a juicio en
Estambul y tuvieron que enfrentar la sentencia de “estar difundiendo
propaganda desfavorable al Estado”.
Oliver Twist,
la famosa obra de Charles Dickens, tuvo que padecer la protesta que en
1949 llevaron a cabo los padres de familia de Brooklyn (Nueva York)
porque la inclusión de esa novela en las clases de literatura violaba el
derecho de sus hijos a recibir una educación libre de sesgo
religioso.
Bury My Heart at Wounded Knee
(Entierra mi corazón en Wounded Knee), libro de Dee Brown, fue
quitado de Wisconsin School en 1974 por considerarse de sentido
indirecto e intención solapada. “Si existe la posibilidad de que algo
pueda ser controversial, entonces por qué no eliminarlo” fue el
argumento justificativo de la censura. Por encima de este episodio del
Medio-Oeste, la novela se trasladó a la pantalla chica en 2007.
La mencionada Una luz en el ático
recibió además una demanda en una escuela elemental de Wisconsin porque
“impulsa a los niños a romper la vajilla para no tener que lavarla”.
(Sí, leyeron bien.)
El Diccionario Americano de la Herencia en 1976 se sacó de circulación de varias bibliotecas escolares norteamericanas a causa de tener un lenguaje “objetable”.
Ordinary People
(Gente común), de Judith Guests, resultó demandada en 1981 después de
que un padre de una high school en New Hampshire encontrara la novela
obscena y depresiva.
La biografía de la actriz Doris Day, titulada Doris Day: Her Own Story
(Doris Day: su propia historia), fue retirada en 1982 de dos
bibliotecas de high schools en Alabama debido a sus contenidos
escandalizadores, particularmente en vistas de la imagen de Miss Day
que tienen todos los americanos. Pero más tarde, el texto se reincorporó
sobre bases estrictas.
El tan difundido Diario
de Ana Frank, que se publicó en 1947 por primera vez, y fue llevado
más tarde al cine y al teatro, en 1983 fue calificado como realmente
deprimente por el Comité encargado de los libros de texto en Alabama, y
por lo tanto se juzgó mejor ignorarlo. Suspendamos la historia,
olvidemos la Segunda Guerra Mundial y todos los horrores del universo:
“Felices los felices”, como decía Borges.
En otro extremo del
mundo, ya lejos del pormenor estupidizante de esas comisiones de las
escuelas medias norteamericanas y cerca de otras terribles realidades,
en 1985, un fiscal oficial en El Cairo se apoderó de Las mil y una noches con el fundamento de que “causó la oleada de incidentes de violación que Egipto ha experimentado recientemente”.
Volviendo una vez más de Oriente a Occidente, es llamativo lo que ocurrió con Budismo Zen: Escritos selectos,
compilados por D. T. Suzuki: en un distrito escolar de Michigan se
objetó porque “el libro detalla las enseñanzas de la religión
budista de tal forma que el lector podría muy posiblemente adoptar
esas enseñanzas y elegir ésta como religión” (1987). En este caso muy
particularmente cabe preguntarse qué ocurre entonces con la famosa
enmienda de su Constitución, la tan mentada libertad de expresión y la
libertad de cultos.
La inocencia te valga
Por
todos los ejemplos previos y muchos otros que siguen, se comprende
bien que en Estados Unidos hayan vivenciado la necesidad y tenido el
sentido de la oportunidad (que jamás es inocente, es decir que siempre
también es comercial) de crear la “Banned Book Week”, de la que nunca
se ha hablado en la Argentina.
The Dead Zone (La
zona muerta) de Stephen King fue sacada de circulación de la
biblioteca de una escuela comunitaria en Iowa, en 1987, a causa de “no
encajar con las normas de la comunidad”.
El príncipe de las mareas,
de Pat Conroy, que más tarde llegó al cine junto a Barbra Streissand,
fue eliminado en otra escuela pública de South Carolina por
considerarse “pornografía barata”, en 1988.
The Phantom Tollbooth
(traducida como La cabina mágica), obra de Norton Juster sobre el viaje
de un niño a la tierra de la sabiduría, fue descartado en 1988 en la
Biblioteca Pública de Colorado sólo porque el bibliotecario la
consideró una fantasía pobre.
The Lorax (El
Lorax), por el afable Dr. Seuss (seudónimo de Theodor Seuss Geisel), en
1989 fue objetado en un distrito escolar de California por
“criminalizar la industria forestal”, es decir, por inspirar a los
niños la defensa del medio ambiente.
Al mismo tiempo, en varias bibliotecas públicas de Michigan, se objetaba ¿Dónde está Waldo? de Martin Handford, porque “en algunas páginas hay cosas sucias”.
Cien años de soledad
de Gabriel García Márquez, tras ser premiado con el Nobel en 1982, fue
eliminado, en 1986, de la lista de libros de una high school en
California por ser “basura que se hace pasar por literatura”. Para
seguir con los latinoamericanos, Gringo viejo (1985) de
Carlos Fuentes fue retenida en Guilford County después que un padre
juzgó su lenguaje demasiado explícito como pernicioso, y esto ya a
fines del siglo XX (1996). En el mismo año se prohibieron La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne y Moby Dick de Herman Melville, ambas por ser “conflictivas en relación a los valores de la comunidad” texana, en Lindale.
De igual modo, en distintos distritos y escuelas, desde 1996 se censuraron Shakespeare (Twelfth Night) y J. D. Salinger (Catcher in the Rye, traducida como El guardián del centeno), Mark Twain (Las aventuras de Huckleberry Finn), John Updike (Conejo es rico) y Alice Walker (El color púrpura), entre muchísimos otros. El listado es tan abrumador como exasperantes y grotescas las tachaduras.
Todos
los que mencionamos figuran entre los rescatados para la promoción de
las sucesivas semanas anuales del libro prohibido. Más desopilantes
algunos argumentos que otros, llenos de falsa moralina a menudo, de
hipercorrección según la lógica de lo políticamente correcto otras
veces, son aproximadamente cien los títulos que cada año arroja el
catálogo de la Banned Book Week, en su reporte Newsletter on
Intellectual Freedom, amparado en la primera enmienda de la
Constitución de los Estados Unidos de América, relativa a los derechos
de libertad de expresión y libertad de prensa. La American Library
Association (ALA) libra una lucha contra la censura.
Un mapa de la prohibición
Actualmente,
Internet contribuye a la aclaración y difusión de la Banned Book Week.
Desde Wikipedia hasta los videos de YouTube puede seguirse el hecho,
incluyendo una lista de los libros prohibidos por los distintos
gobiernos.
Existe incluso un mapa de la censura. Y, si bien
resulta notorio, como ya señalamos, que no deja de ser una estrategia
comercial –que no teme ni el uso de procedimientos sensacionalistas–,
el hecho de estas ventas así encaradas tiene la doble utilidad de la
reedición de las obras y de la memoria del derrotero histórico de
sujeción que los textos debieron atravesar.
La invitación
mercantil es sencilla: llévelo y ahora podrá leer usted mismo lo que
en otro lugar o en otro tiempo le habría sido imposible. No deje que
otros decidan por usted; compre y sea su propio censor.
No pocos
de los textos de la lista de la cadena de librerías Borders, junto a
otras firmas, deben su autoría a mujeres o las tienen como principal
referente, aunque no sea aquí el género sexual la categoría
determinante.
Algo del orden de la condición femenina y de
los avatares sexuales, así como del sistema de creencias religiosas y
especialmente de la inconveniencia de la fantasía, entre otros
rasgos, envuelven estas censuras; claro que los sucesos más
resonantes corresponden a razones de explícita política estatal.
La muy difundida Im Westen nichts Neues,
a la cual nos referimos hace un momento, fue una novela en folletín
que empezó a publicarse en 1928 y cuyo título en español más
literal sería: En el frente del Oeste no hay novedad; fue traducida
a quince idiomas en menos de un año, la versión inglesa la conoce
como All Quiet on the Western Front y entró también con éxito
resonante al cine, gracias al cual solemos conocerla como Sin novedad
en el frente; como puede observarse en la doble prohibición de esta
obra (por antibelicismo y por lascivia), es fácil para ciertos
intereses confundir las cosas, los términos del amor, cuando la única
obscenidad es la que está fuera de la obra y anima a los censores, la
del criterio defensor de la guerra entendida como un gran negocio.
Los
textos y sus prohibiciones atestiguan algunos cruces imposibles, el de
la fantasía que no se concilia con el pragmatismo, el de la
expansión del deseo que no puede comulgar con el puritanismo; las
inflexiones de la ideología liberal, en muchos de los casos
anteriormente mencionados, se ven en peligro. Cómo aceptar, por
ejemplo, en el universo de la eficiencia y la eficacia a toda
costa, algo que deprima (tal es el caso de Gente común o de gente como Ana Frank).
Un
denominador unificante puede hallarse en esas perspectivas: la
visión de la literatura como enseñanza, letra que debe cumplir con el
objetivo político-social de adoctrinar y que en la medida que se
aparte de lo esperable, por incurrir en diferentes excesos, será
eliminada.
Se trata de una función paradigmática asignada a la
literatura. Ella mostrará una y otra vez modelos de vida, ella deberá
transmitir algo del orden de lo real y de lo verdadero, sin
descuidar al mismo tiempo la apariencia. Parece que a través de los
siglos esa intención normativa, para ciertos sectores, en lo esencial,
poco ha cambiado; sólo se han impuesto los ajustes adecuados a cada
coyuntura.
Nuestro país no lo ignoró nunca. Si decidiéramos
hacer la historia de las prohibiciones en la literatura argentina –que
conoce también con cierto énfasis la autocensura–, de Rodolfo Walsh a
Esteban Echeverría, tendríamos que ir aún más atrás, y por ejemplo,
releer con estupor a Manuel José de Lavardén, quien, en 1789, lleva a
escena El Siripo [ver recuadro]. Para lograrlo, debe
corregir el texto (sacrificar la letra) y escribir algunas cartas (para
obtener favores). Triunfo o derrota.
En la excesiva adecuación a un medio también gana la censura, así como en la estupidez se enseñorea el ridículo. Vale
la pena estar alertas porque las prohibiciones suelen durar mucho más
que una semana, tiempo en que los libros así como la gente común
definitivamente tienen mucho que perder.